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Roma

Ciudades de la Antigua Roma en ItaliaRoma
Rome Montage 2017
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Roma es una ciudad italiana, capital de la región del Lacio y de Italia. Con una población de 2 857 321 habitantes,[3]​ es el municipio más poblado de Italia y la tercera ciudad más poblada de la Unión Europea.[4]​ Por antonomasia, se le conoce desde la Antigüedad como la Urbe (Urbs). También es llamada «La Ciudad Eterna» (en italiano: Città Eterna). En el transcurso de su historia, que abarca tres milenios, llegó a extender sus dominios sobre toda la cuenca del Mediterráneo y gran parte de Europa, Oriente Próximo y África del Norte. Como capital de la República y del Imperio romano, llegó a ser la primera gran metrópolis de la humanidad,[5]​[6]​ centro de una de las civilizaciones antiguas más importantes. Influyó en la sociedad, la cultura, la lengua, la literatura, la música, el arte, la arquitectura, la filosofía, la política, la gastronomía, la religión, el derecho y la moral de los siglos sucesivos.[7]​ Es la ciudad con la más alta concentración de bienes históricos y arquitectónicos del mundo;[8]​ su centro histórico delimitado por el perímetro que marcan las murallas aurelianas, superposición de huellas de tres milenios, es la máxima expresión del patrimonio histórico, artístico y cultural del mundo occidental.[9]​ En 1980, junto a las propiedades extraterritoriales de la Santa Sede que se encuentran en la ciudad y la basílica de San Pablo Extramuros, fue incluida en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.[10]​[11]​ Roma es el corazón geográfico de la religión católica, ciudad santa del catolicismo y destino de peregrinación (vías romeas) y también la única ciudad del mundo que tiene en su interior una entidad estatal autónoma: el enclave de la Ciudad del Vaticano, que se encuentra bajo el poder temporal del papa.[12]​ Por tal motivo se le ha conocido también como la capital de dos Estados.[13]​[14]​

Extracto del artículo de Wikipedia Roma (Licencia: CC BY-SA 3.0, Autores, Material gráfico).

Roma
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Imperio romano de Occidente
Imperio romano de Occidente

El Imperio romano de Occidente[4]​ fue una entidad política de la Antigüedad que existió entre los años 286[n. 1]​ y 476.[n. 2]​ Abarcaba el área occidental de Europa —al oeste de los ríos Rin y Drina— buena parte de Gran Bretaña y la franja mediterránea de África, al norte del desierto del Sáhara hasta Libia. Junto al Imperio romano de Oriente forma la época del Bajo Imperio romano que abarca el periodo entre el ascenso de Diocleciano en 284 hasta la muerte de Mauricio en el 602.[5]​ Surgió como resultado de las reformas acometidas en el Imperio romano para dotarlo de una nueva configuración tras superar la denominada «crisis del siglo III».[6]​ Estas se sustanciaron en los ámbitos de la fuerza militar, la Administración civil, los sistemas fiscal y monetario, la figura del emperador así como la distribución del poder.[7]​ Dentro de esta última se decidió separarlo en dos mitades —occidental y oriental— gobernadas por dos augustos con el mismo rango y atribuciones de tal manera que se mejoró la respuesta frente a ataques externos e intentos de usurpación.[7]​ Aunque los dos actuaban, teóricamente, de manera conjunta y las leyes proclamadas en nombre de ambos se aplicaban en las dos mitades, con el tiempo se consolidó una separación efectiva porque cada uno de ellos era libre de aplicar sus propias políticas y legislación en su territorio además de que cada mitad tenía matices culturales diferentes, principalmente el idioma: latín en la occidental y griego en la oriental.[8]​ Ocasionalmente —24 años en total sobre los 190 de su existencia— fueron gobernadas por un solo emperador que unificó en su persona el control de todo el imperio.[9]​ Se pueden distinguir cinco periodos dentro de su historia en función de la dinastía o grupo de emperadores que lo dirigieron. El primero abarcó los gobiernos de la tetrarquía (286-312) —con Diocleciano como figura dominante— durante los que se acometieron la mayoría de las reformas y se consiguió estabilizar el imperio además de obtener importantes ganancias territoriales frente a Persia.[7]​ El intento de implantar un sistema sucesorio ordenado que dejase a un lado las preferencias dinásticas degeneró en una serie de guerras civiles que solo finalizaron cuando Constantino I unificó en su persona el gobierno de todo el imperio.[10]​ El segundo periodo fue el gobierno de la dinastía constantiniana (312-364) en el que se profundizó en la nueva configuración del imperio y se dieron los primeros pasos para abandonar el politeísmo romano en favor del cristianismo.[11]​ También, se rechazaron con éxito importantes invasiones de pueblos germanos situados al otro lado de los ríos Rin y Danubio, tarea que continuó en el siguiente periodo bajo la dinastía valentiniana (364-394).[12]​ Con estos emperadores se consiguió mejorar notablemente la estabilidad en la frontera del Rin mediante acuerdos de alianza con francos, burgundios y alamanes mientras que, económicamente, se alcanzó un máximo de producción.[13]​[14]​ Esta evolución favorable se truncó durante el cuarto periodo bajo la dinastía teodosiana (394-455) a cuyo inicio el Imperio occidental sufrió una crisis de proporciones catastróficas debido a invasiones de gran entidad acometidas por pueblos bárbaros que vivían al norte del Danubio y durante el que se produjeron seis intentos de usurpación. Cuando Flavio Constancio consiguió estabilizar la situación en 418 había perdido casi la mitad de su ejército de campaña, reducido considerablemente sus ingresos fiscales, abandonado Britania y asumido la creación de cuatro reinos bárbaros dentro de su territorio: suevo, vándalo, visigodo y burgundio.[14]​ Con los magros recursos disponibles y con ayuda de contingentes hunos mercenarios, Flavio Aecio pudo contener la expansión de esos reinos bárbaros, mantener a raya a los pueblos del Rin y hacer frente a la invasión de Atila, pero no consiguió revertir la situación al estado que tenía en el 401.[15]​ A su muerte, el imperio entró en su quinta y última fase (456-476) durante la que gobernaron 9 emperadores en 20 años que no pudieron detener la pérdida de territorios que alcanzó un punto de no retorno cuando los vándalos se hicieron con las ricas provincias africanas que aportaban la mayor parte de los ingresos.[16]​ Reducido el control imperial a la península itálica, un golpe de Estado dirigido por Odoacro puso fin a su existencia y lo sustituyó por el reino de Italia en 476.[16]​ La estructura gubernamental civil del Imperio occidental fue similar a la del oriental.[17]​ El emperador era el jefe de Estado con un poder absoluto que para la toma de decisiones se ayudaba del consistorium y era asistido por los prefectos del pretorio en los que delegaba buena parte de las decisiones.[18]​ Existían cuatro niveles de gobierno: central, regional, provincial y municipal. Los funcionarios imperiales trabajaban en los tres primeros mientras se vigilaba y se daban instrucciones generales al último.[19]​ Militarmente, el ejército estaba dividido en dos grupos: los limitanei, situados de manera fija en las fronteras y los comitatenses, un ejército de campaña con grupos móviles que apoyaban a los limitanei en caso de invasión o protegían la persona del emperador.[20]​ Durante el siglo IV los propios emperadores dirigían el ejército en campaña ayudados por sus generales, los magistri militum.[21]​ En el V, sin embargo, permanecieron en su palacio y fueron estos quienes comandaron a las tropas y adquirieron un poder que los convirtió en los gobernantes de facto.[22]​ El servicio militar era obligatorio para los hijos de soldados y para la población rural; además se enrolaban en él como voluntarios individuos que llegaban de fuera del imperio.[23]​ Aunque durante el siglo IV el recurso a contingentes foederati fue ocasional, tras las pérdidas sufridas en la batalla del Frígido y durante el posterior gobierno de Honorio se convirtieron paulatinamente en la principal fuerza de combate debido a que resultaban más económicos y rápidos de usar que los soldados obtenidos con las levas.[24]​[25]​ El gran aumento del funcionariado civil y de la fuerza militar obligó a establecer un sistema fiscal más eficiente, flexible y con mayor poder de recaudación.[26]​ Se dotó al imperio de un presupuesto anual de gastos que luego se cubrían, principalmente, con lo que se obtenía de los propietarios de tierras y de la población rural.[26]​ La pérdida de valor de la moneda hizo que, inicialmente, los impuestos se cobrasen en especie hasta que el aumento de la masa monetaria en oro permitió hacerlo en moneda de este metal.[27]​ El principal sector económico, con diferencia, era el agrícola que experimentó una mejora sostenida durante el siglo IV gracias a la más eficiente defensa frente a pillajes e invasiones así como al asentamiento de grupos bárbaros o de prisioneros de guerra.[28]​ La industria mantuvo el nivel de siglos anteriores y fue un sector muy atomizado donde el Estado se convirtió en el actor más importante debido a que producía, él mismo, las armas y vestimentas que necesitaban soldados y funcionarios.[29]​ El comercio, por su parte, también floreció durante el siglo IV gracias a la estabilidad política, la seguridad de las rutas y cuidado de su infraestructura, las escasas trabas y tasas además del mantenimiento de un mercado común con la mitad oriental.[30]​ La estructura social se mantuvo a grandes rasgos respecto a la que existía en el principado. Se redujo la cantidad de esclavos debido a que el gobierno prefería enrolar a los prisioneros de guerra o asentarlos como campesinos antes que venderlos.[31]​ El comercio se abasteció, principalmente, de esclavos traídos por traficantes desde fuera de las fronteras.[31]​ La clase baja rural se compuso de campesinos con poca tierra o arrendatarios de propietarios ausentes, mientas que la urbana, por su parte, la formaron trabajadores asalariados, pequeños comerciantes, prostitutas, etc.[32]​ Como clase media se podría considerar a aquellos que teniendo un mínimo patrimonio eran obligados a formar parte de las curias municipales donde debían contribuir con él al coste de los juegos y otros gastos además de garantizar el cobro de los impuestos imperiales.[33]​ Se produjo una desaparición de los antiguos équites quienes pasaron a engrosar la clase alta senatorial que se expandió de tal manera que obligó a establecer categorías dentro de ellos donde los principales eran individuos que habían hecho una meritoria carrera dentro del ejército o la Administración civil y los de menor rango quienes lo eran, meramente, por nacimiento.[34]​ Se convirtió, así, en una élite de méritos antes que de nacimiento mientras que la expansión e importancia del funcionariado posibilitó un mayor nivel de movilidad social.[35]​[36]​ El aprendizaje del idioma griego perdió importancia dentro del sistema educativo occidental y desapareció la tradición de bilingüismo que había existido dentro de la capa educada de la población.[37]​ La producción literaria se mantuvo conservadora respecto a la de siglos anteriores y homogénea geográficamente.[38]​ No aparecieron obras que destacasen por su brillantez y tanto en poesía como en prosa las únicas novedades en cuanto a temática fueron las de contenido cristiano donde brilló la figura de Agustín de Hipona.[39]​ Las artes escultóricas y pictóricas fueron más sencillas debido a que la falta de producción durante la crisis del siglo III conllevó la pérdida de la tradición artesana más sofisticada.[40]​ En cuanto a la arquitectura, las principales obras fueron de naturaleza militar —elementos defensivos en las ciudades— y religiosa —iglesias cristianas— con profusa reutilización de materiales procedentes de edificios anteriores.[40]​ Tanto los juegos como los baños públicos, las competiciones atléticas y las artes escénicas mantuvieron su popularidad.[41]​ A inicios del siglo V se prohibió el de gladiadores y las carreras de carros se convirtieron en los juegos favoritos de la población que los seguía con pasión dividida, principalmente, en dos facciones: «verdes» o «azules».[41]​ El periodo del Imperio occidental fue intensamente religioso, tanto para las creencias paganas como para la cristiana.[42]​ Las primeras fueron defendidas por el Estado durante la tetrarquía y se persiguió con saña a la segunda, pero, tras la victoria de Constantino, se dificultó cada vez más su ejercicio hasta que se prohibieron a inicios del siglo V.[43]​ El cristianismo, en cambio, ganó tanto el favor del gobierno como popularidad hasta que se convirtió en la única religión oficial.[44]​ Se extendió más en el Imperio oriental que en el occidental donde fue adoptado primeramente entre la población de las ciudades que era donde acudían los predicadores.[45]​ La clase alta, en cambio, fue más reticente a seguirlo mientras que la población rural, muy conservadora y dejada de lado por los evangelizadores, mantuvo las creencias tradicionales en amplias zonas.[46]​ Los motivos por los que el Imperio romano cayó y desapareció de Occidente han sido objeto de debate historiográfico durante siglos. El periodo del Imperio occidental se ha solido presentar como un largo proceso de «decadencia» por causas muy diversas en cuya determinación, usualmente, han influido las corrientes ideológicas de cada época: extensión del cristianismo, lucha de clases, degeneración racial, cambio climático, etc.[47]​ A finales del pasado siglo XX se postuló, incluso, que no había existido tal caída, sino una «transformación» sin violencia significativa.[48]​ Ya en el siglo XXI y con la evidencia arqueológica existente, se ha abandonado la idea de que el Imperio occidental sufriese una decadencia previa que lo condenase a su desaparición.[49]​[50]​ Sobre su caída se ha hecho igualmente incuestionable que no se pudo deber a nada que ocurriese, también, en el Imperio oriental, ya que este, en cambio, no solo no desapareció, sino que consiguió prosperar.[51]​ La desaparición del Imperio occidental fue un proceso violento iniciado con las invasiones de pueblos danubianos durante el gobierno de Honorio y que llevó a que varias nuevas entidades políticas —los «reinos bárbaros»— consiguiesen arrebatarle el control militar, político y fiscal de áreas cada vez mayores de su territorio reduciendo, así, su capacidad de revertir la situación hasta llevarlo a su desaparición.[52]​ Este proceso causó un deterioro en el nivel de vida de su población que no se detuvo tras su caída, sino que se agravó bajo los nuevos reinos hasta llevarlo a unas condiciones equiparables con las que habían existido en cada una de sus áreas durante el periodo prerromano.[53]​ No se conseguiría recuperar el nivel que habían tenido en el siglo IV hasta muchos siglos después, a finales de la Edad Media.[54]​

Bombardeo de Roma en la Segunda Guerra Mundial
Bombardeo de Roma en la Segunda Guerra Mundial

El bombardeo de Roma en la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar en varias ocasiones en 1943 y 1944, principalmente por los Aliados y, en menor medida, por aviones del Eje, antes de que la ciudad fuera liberada por los Aliados el 4 de junio de 1944. El papa Pío XII no tuvo éxito inicialmente en su intento de que Roma fuera declarada ciudad abierta, a través de negociaciones con el presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt a través del arzobispo (más tarde cardenal) Francis Spellman. Finalmente, Roma fue declarada ciudad abierta el 14 de agosto de 1943 (un día después del último bombardeo aliado) por las fuerzas italianas defensoras.[1]​ El primer bombardeo tuvo lugar el 19 de julio de 1943, cuando 690 aviones de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos sobrevolaron Roma y lanzaron 9125 bombas sobre la ciudad. Las bombas aliadas alcanzaron también los edificios de viviendas del barrio, dañando la basílica de San Lorenzo fuori le mura y matando a 1500 personas. Pío XII, que previamente había pedido a Roosevelt que no bombardeara Roma por "su valor para toda la humanidad", visitó las zonas afectadas del distrito; las fotografías de su visita se convirtieron más tarde en un símbolo del sentimiento antiguerra en Italia.[2]​ Los bombardeos aliados continuaron a lo largo de 1943 y se prolongaron hasta 1944. En Estados Unidos, mientras que la mayoría de los medios de comunicación estadounidenses apoyaron los bombardeos, muchos periódicos católicos los condenaron.[3]​ En las 110 000 salidas que comprendió la campaña aérea aliada de Roma, se perdieron 600 aviones y murieron 3600 tripulantes aéreos; se lanzaron 60 000 toneladas de bombas en los 78 días anteriores a la captura de Roma por los aliados el 4 de junio de 1944.[4]​